María era joven, pobre y virgen,
en un pueblo patriarcal.
Campesina de provincia,
galilea, tierra de sospecha para un israelita de ley.
Cuando María se miraba
en los ojos de la aldea se veía pequeña,
como toda mujer.
Cuando Dios Amor contemplaba a María,
la encontraba única.
María se acostunbró a sentir la mirada de Dios
posarse sobre su rostro y aprendió a verse
con los ojos mismos de Dios.
María se preparaba así para lo imposible.
"¿Cómo se hará esto en mi?" (Lc 1,34).
¿Podría haber una vida nueva
sin hombre pero no sin mujer?
La imposibilidad de María era la posibilidad de Dios.
Toda María era virginal,
sin interferencias, pura acogida de la vida
que el Señor de la historia quería inaugurar en la tierra.
Cuando María dijo:
"Hágase en mí según tu palabra",
la palabra empezó a hacerse carne en sus entrañas,
una existencia toda ella venida de lo alto.
Y fue tan acogida que toda se hizo de la tierra.
Entonces María dijo:
"Proclama mi alma la grandeza del Señor,
mi espíritu festeja a Dios mi salvador".
El sí de María abrió
el abajo de la historia
y la humildad de Dios
entró con toda su pureza
sin la más mínima mella
quebrando sus perfiles,
ni manchando de inhumano.
Benjamín G. Buelta, sj
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